Se presentaba una tarde oscura. Y sin embargo, el cielo brillaba como nunca bajo la supervisión de un altísimo sol, imponente, vigilante, deslumbrante. Como si quisiera que el mundo apartase los ojos del suelo y la elevase al cielo, llamando a los suspiros de los soñadores y a las sonrisas de los enamorados. Pero casi se podía adivinar la sonrisa que el sol, de poder, habría dibujado cuando su luminosidad cegara a aquellos incautos que se atrevieran a posar su mirada por un sengundo en él.
Una tarde oscura, como todas. Los mortales condenados a desear y a vivir sin poder si quiera adivinar la Luz que permite ver todo lo demás. Mortales condenados a agradecer al Sol y a no poder mirar, condenados a la ignorancia. Creyendo ser agudos de vista, siendo en realidad Ciegos.
Ciegos que todo lo ven, pero que a nada aspiran.
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