Estoy harta. Cansada. Hastiada. Exasperada. Irritada.
Aburrida, apática, desganada, fatigada, disgustada y fastidiada. Todo eso junto
y separado. Ahora. Aquí. Antes. Seguramente después. Lamentablemente siempre.
Porque no lo entiendo, no lo comparto, no me gusta y no lo apruebo de ninguna
de las maneras, pero a nadie le interesa así que me lo trago y no me dan ni
unas míseras patatas fritas para amenizarlo un poco.
Se supone que necesitamos un espacio para relajarnos. El mío
se reduce a menos de cinco metros cuadrados, para qué más. Y ni siquiera.
Porque vienen, lo mancillan con sus gritos y sus dramas sin tener en cuenta que
duele, desgarra, debilita, derrumba. Que no quiero esto, que lo odio con todas
mis fuerzas, que acabará por hacerme llorar. Que es mi espacio, el poco que me
dejan tener. Que barren la gratificante idea del “es mío” y destrozan la
tranquilidad, la armonía, la agradable sensación de relajación. Olvidan que soy
humana, que soy más bien imperfecta (muy imperfecta) en tantos sentidos que es
difícil numerarlos. Que si ellos tienen unas necesidades yo tengo otras. Que no
me gustan los problemas, no los busco. Nunca los busco. Pero siempre estoy
consiguiéndolos. Más y más. Callo una y otra vez, ¿para qué? Promesas vacías y
sonrisas falsas. Trampas para que me relaje, que baje un poco la guardia y ya
está. Una vez más el dolor. La rabia. La frustración. La impotencia, el
desengaño. Me ahogo. Me ahogo con un nudo en la garganta que empieza a hacerse
permanente aunque siga sin acostumbrarme a él. Dudo que lo haga. Espero que no.
Quiero que se vaya, poder salir de estas cuatro paredes y ser yo misma. Hablar,
ser sincera desde el respeto, tener esa opinión que no me dejan tener. Que el
mundo no me parezca un campo, que la gente no sean las minas con sus
sensibilidades absurdas, su dramatismo exagerado, su don para inventar cosas
que no se han dicho y dibujar intenciones que no existen. Borrar el victimismo
del mundo. Hablar. Hablar, sin reproches, sin discusiones, sin sentirme como la
peor mierda del universo. Que se supone que un hogar es un sitio para sentirse
protegido, uno mismo. Y aquí estoy yo sintiéndome una especie de terrorista sin
intención de hacer daño pero que no puede evitarlo por mucho que calle, asienta,
respete o pretenda.
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