Es martes, acaba de
salir de la academia y hace tanto frío que ya está tiritando antes de salir a
la calle y enfrentarse al diluvio universal o, peor, a una lluvia torrencial de
aquí te pillo, aquí te empapo. Se queda debajo del porche un momento,
estremecida de frío e intentando encoger aún más el cuello porque debería
haberle hecho caso a su madre y haberse llevado una bufanda como Dios manda en
vez de un pañuelo. Así que no se da cuenta de que él está a su lado hasta que
siente su mano en su codo, tirando y empujándola sin remordimiento hacia el
peligroso cielo abierto. Cuando consigue procesarlo ella no está mojada y él la mira con esa sonrisa un poco burlona y bastante deslumbrante debajo de un
enorme paraguas azul.
Le mira un momento
sin saber muy bien qué decir pero él ya ha echado a andar y la verdad es que no
quiere mojarse, así que le sigue y caminan juntos un rato sin decir nada. Le
observa de reojo de vez en cuando y después se fija en que camina despacio,
como si los bajos de los vaqueros no se le estuviesen empapando con cada charco
que es inevitable pisar. Para cuando decide romper el silencio los dientes ya
no le castañean y lo cierto es que si lo hubiera pensado un poco se habría dado
cuenta de que no hace frío y que el paseo se le está haciendo hasta agradable.
—Hum… ¿qué tal la
clase?
Lo dice por decir y
él la mira de reojo un momento, como si no se decidiera a contestar, como si
estuviera intentando averiguar si es una broma o alguna clase de estratagema
para burlarse de él. Y ella se habría indignado, de verdad que lo habría hecho.
Pero lo conoce desde los cinco años y tienen dieciséis y se ha pasado como
siete u ocho años metiéndose todos los días con él y aún no tiene ni idea de
por qué está compartiendo su paraguas y caminando tranquilamente a su lado.
Intuye que lo sabe pero prefiere creer no saberlo, porque así es más fácil
y sencillo.
—Bien.
No es que su tono
sea exactamente seco, pero la sonrisa y los ojos brillantes han desaparecido y
algo en su expresión le dice que él también se pregunta si ha hecho bien. Pero
es que la ha visto sola, abrazándose a sí misma y algo en su interior le ha
impulsado a hacerlo. Por un momento ha llegado a creer que los últimos siete
años no han existido. Que todo es como antes. Pero no lo es. Nada es igual.
—Oh, ya veo.
De repente el
silencio es incómodo y ella tiene ganas de salir corriendo y empaparse. Pero no
lo hace. Sigue caminando al paso que él marca y es como un bien y mal que no lo entiende y se siente confusa, dolida, culpable, y afortunada.
Todo a la vez y revuelto. Todo a la vez y más intensamente que nunca. Así que
cuando se le seca la boca sabe que no será capaz hablar hasta que
lleguen a casa y él se vaya a la puerta de al lado y se pierda y todo vuelva a
como tiene que ser, sin vecinos y amigos de la infancia que le permitan ir bajo
el mismo paraguas a pesar de que obviamente no lo merece ni conversaciones
incómodas ni nudos en la garganta y extrañas sensaciones en el pecho.
—¿Tú qué tal?
Al principio no
cree que se haya dirigido a ella, porque hace muchísimo tiempo que no hablan y
la última conversación aún escuece, aun cuando eran unos niños y tampoco se
podían decir demasiadas cosas horribles; pero de alguna forma lo hicieron y
pesa, pesa mucho. Ha pesado durante muchos días y muchas horas y ya se había
vuelto una costumbre, una dinámica fácil de llevar, sin preguntas incómodas ni remordimientos
de conciencia. Hasta ahora.
—Normal.
Nadie vuelve a
decir nada, pero ella no puede evitar notar que han acelerado un poco el paso y hay cierto sabor amargo en el paladar, cierta insatisfacción que no tiene ni
causa ni justificación. Es un pinchazo un poco más fuerte de lo normal en el
pecho lo que le hace darse cuenta de que está perdiendo una gran oportunidad.
Pero algo le impide abrir la boca y decir lo que sea que haya que decir en esa
clase de situaciones, lo que sea que su corazón esté sintiendo ahora mismo y
que no quiere poner en palabras ni en su conciencia. No puede. No puede y
siguen andando y andando y se le traban tantos lo siento, tantos ¿qué nos
pasó?, tantos la verdad es que te
miro de lejos muchas veces y aunque me meta contigo créeme que no pienso lo que
digo porque eres alto, eres guapo, sacas buenas notas, defiendes a todo el
mundo y cuando sonríes iluminas la clase.
Tenían sólo diez
años cuando dejaron de hablarse y la verdad es que ahora no recuerda muy bien
por qué. Recuerda el sentimiento de dolor sordo en el pecho, un poco
incomprensible para alguien de su edad. Recuerda las lágrimas y a su madre
meciéndola entre los brazos y acariciándole el pelo. Recuerda que al día
siguiente ninguno se dirigió la palabra. Recuerda muchas cosas pero no recuerda
por qué, y sabe que es una pregunta importante.
Han llegado a la
puerta de su casa y él la mira, como esperando que llame y se vaya y ya no
vuelva. Se le ve taciturno y arrepentido, así que hace lo que tiene que hacer y
dibuja una amplia sonrisa en el rostro, de esas un poco verdad un poco mentira
cuando está bajo mucha presión y que son timidez, desafío y un lo siento que no
es capaz de decir en voz alta. Se da media vuelta y lo suelta sin mirarle,
porque no quiere ver qué cara pone, porque no quiere que conteste. Porque sólo
quiere decirlo y ya:
—¿Sabes?, te echo
de menos.
Entra en su casa
deprisa y sabe que no le ha dado tiempo ni a reaccionar cuando ya ha cerrado la
puerta y sube corriendo a su cuarto. Se quita el abrigo y el pañuelo y corre a
meterse en la cama y a intentar desaparecer, aunque sepa que no puede. En parte
está sorprendida, pero está claro que la confusión es la reina de la fiesta ese
día. Ella sólo quería decir “ha estado bien el paseo, deberíamos repetirlo”.
Pero las palabras han salido solas y entonces se da cuenta, como si alguien la
hubiese despertado por fin de un sueño muy profundo, de que es verdad.
Esa era la
sensación de agobio cuando le ve, esa era la melancolía que ataca un día por la
tarde y no se va hasta dos días después. Las miradas por la ventana, el álbum
de fotos que revisa tan a menudo que ha acabado habitando definitivamente en su
escritorio. Han sido siete años muy largos y de pronto está cansada, muy
cansada. Porque nunca ha sido lo mismo sin él y lo sabe y no sabe si mereció la
pena aquello de “no me hables nunca más”. Supone, por las ganas irremediables
de llorar, que no.
El teléfono suena
desde el salón y ella no quiere cogerlo. Pero sabe que debe, porque puede ser
importante y su madre la matará si no lo hace. Así que baja las escaleras
descalza y con desánimo y escucha gritos lejanos y risas infantiles que son más
bien un eco. Los ruidos de una casa con dos mejores amigos vecinos de diez años
que suben y bajan corriendo por las escaleras. Cuando descuelga y dice “¿diga?”
con un tono tan neutro y desganado que se parece a una de esas máquinas de “pulse
el botón uno…” no se espera escucharle a él al otro lado de la línea.
—Yo también te he
echado de menos.
Aquel día terminan
los dos en su habitación, hablando de sus gustos increíblemente parecidos y de
siete años de mirar desde lejos y ataques de melancolía y fotos que no se han
hecho y mucho tiempo que recuperar.
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