Bienvenidos.

Sonrisas que iluminan mundos sin saberlo.

El mar de los Faros


Mira de reojo la partitura a medio hacer que tiene a su lado. Ni una tachadura, ni una equivocación, ni un tempo, nota, alargación o algo mal colocado. Nada. Sinceramente, no lo entiende. Y le preocupa. Sabe que no tendría por qué, que realmente es (con mucho) lo mejor que ha compuesto o compondrá en su vida. Una obra maestra. Y está orgulloso de ella, de la forma que va tomando. Eso es obvio. El problema es de dónde viene la inspiración. 

—Esos malditos sueños —murmura, levantándose de la banqueta del piano y acercándose a la ventana. Llueve. Normalmente, el cielo encapotado y las gotas golpeando contra el suelo le habrían animado. Normalmente. 



El viento sopla con fuerza. Las ramas de los arboles se agitan con violencia haciendo un gran estruendo. Un montón de hojas caen, y el calor de la chimenea hace aquella sala aun más confortable, sobre todo si se ve entrar a la gente despeinada y tiritando de frío. Se recuesta en el mullido sofá, con un suspiro de satisfacción y las manos sujetando una taza de chocolate caliente. 

Alguien se le acerca. 

—Día duro, ¿eh? —Es capaz de atisbar una gran sonrisa antes de que se siente enfrente suya, con el traje morado totalmente empapado—. Y mira que odio el agua, tú lo sabes, pero ahora que tantos de mis sectarios tienen medallas de honor por su labor, no hay quien me ahogue la fiesta. 

Antes de que pueda contestar, una carcajada le interrumpe. 

—Te creía más ingenioso, Luck. Y que sepas que en nuestro escuadrón os tenemos vigilados. Se os notan las trampas por los cuatro costados—. Y una nueva persona se sienta, esta vez a su lado, con un apretón en el brazo solo para él y un "hola, querido, ¿qué tal?" susurrado como si fuera un secreto importante y maravilloso. 

—No más que tú, Met. Eres una tramposa, siempre ganas a las cartas y encima sabes trucos de magia. Como para fiarse.

Risas, bromas y burlas privadas. Llueve afuera y él se siente más en casa que nunca, observando la alegría y la familiaridad que le rodea. 

Entonces, ¿por qué no sabe dónde está su hogar? 



Despierta frustrado y confuso, otra vez. Da media vuelta en la cama, con una melodía sonando en la cabeza. Tiene un ritmo peculiar, que viaja de lo alegre a lo peligroso, lo violento, y vuelve después a la alegría y la calidez. Recuerda parte del sueño. La sonrisa, la capa morada, el apretón en el brazo, "hola, querido". 

Cuando quiere darse cuenta lleva más de media mañana en la misma postura y la melodía ha tomado forma de movimiento. Con un suspiro y un extraño desasosiego, se levanta por fin. 



—Creemos que tú debes hacerlo. 

La voz resuena poderosa, firme y con un deje de "no admito réplicas" bastante claro. La sonrisa en el rostro de su dueña, sin embargo, es más bien pícara y divertida. Solo sus ojos muestran un brillo que susurra sobre el cariño y el afán de protección que le rodea. Agita su larga melena antes de seguir hablando, cambiando el peso de un pie al otro: 

—Te hemos estado observando desde hace tiempo y, la verdad, pensamos que tu sexy y viboresca personalidad es perfecta para el puesto de Líder del Escuadrón número Dos. Contamos contigo. 

Hay una pausa y el silencio reina en la estancia. Sentadas en dos imponentes sillas de roble y mirándole desde el otro extremo de la mesa hay dos mujeres, orgullosas, elegantes y de aspecto fiero y sabio a la vez, cada una a su manera. Una viste una capa azul que parece no muy cómoda de tener que llevar (aunque le quede tan bien como si fuera parte natural de ella, igual que su trenza, la piel pálida o la sonrisa calmada y amable). La otra tiene una mirada más penetrante y un poco (solo un poco) algo más cansada. Lleva una capa morada y también sonríe, una sonrisa cargada de apoyo y de "bienvenido, compañero", como si supiera mejor que él lo que va a hacer. Puede que sea así. 

—Ate, quizás deberíamos darle algo de tiempo para pensarlo. 

La única que permanece de pie, detrás de las sillas de roble, hace una mueca impaciente. 

—Pero, ¿el qué hay que pensar? Si solo tiene que decir que sí—. Un movimiento desentendido con los brazos, unas caderas meneándose con salero, el golpeteo de los tacones y Atenea (como le llaman en el campo de batalla por su increíble don con la estrategia) se sienta justo enfrente suya, con todo su descaro y picardía subida a la mesa—. Y ya sabéis que hay que decir que sí a todo lo que la monja proponga. 

—Yo pienso como Shrezade, Ate. Quizás necesite un poco más de tiempo. Yo lo necesité. 

—Mmm, ¿tú crees, Ro? Bueno... quizás lleves razón. 

Atenea se gira para mirar a sus compañeras, la capa amarilla ondeando bajo su voluntad en un golpe dramático y teatral cuando vuelve a su puesto al otro lado de la mesa. Mientras, él las observa. Observa su grandeza y se siente pequeño. Pero sonríen y de alguna forma ese pequeño se convierte en protegido, no sabe muy bien cómo. Y el respeto que siente, enorme y abrumador, le hace abrir la boca sin darse cuenta. 

Ellas discuten con tranquilidad sobre el tiempo que supuestamente necesita y él se da cuenta de que no (no puede decir que no, no puede fallarlas, no quiere hacerlo), no necesita más tiempo. 

—Yo... —se giran, todas a una. E impone sentir sus miradas clavadas en él, pero traga saliva y continúa—. Será un honor aceptar el puesto. 

("Aunque no sé cómo haré para estar a la altura."

Y de alguna forma, no importa cómo, sino cuánto quiere hacerlo bien.)



La puerta siendo golpeada con fuerza acaba por desconcentrarle. Se gira y deja de tocar. Alguien entra a su habitación. Es su madre. 

—Te he traído algo de comer —la mujer deja una bandeja con un sándwich, algo de fruta y un zumo encima de la cama. Mira a su alrededor un momento y—: Esto es un desastre—, pero no lo dice en tono de reproche, sino preocupado. Lo encara—. ¿No vas a salir? Deberías descansar un poco, darte un respiro. 

—No, mamá. Estoy bien, en serio. Gracias por la comida —se levanta, coge el sándwich y le da un bocado, solo para que vea lo bien que está. 

—Ya sé que los estudios son lo primero y te gusta sacar buenas notas, pero estar todo el día encerrado practicando con el piano no puede ser bueno  —mientras habla, recoge un vaso, dos camisetas e intenta encontrar la pareja de uno de los calcetines que está tirado en el suelo. 

¿Los estudios? Sí, en realidad debería estar estudiando. Al menos un poco. Pero...

—¿Estás bien, hijo?

Cuando vuelve a la realidad se da cuenta de que se ha quedado mirando el piano, en blanco, y de que su madre había seguido hablando. 

—Sí, te lo juro, mamá, estoy bien. 

Mentira.

Sonríe. Su madre no parece muy convencida, pero acaba por marcharse con un "y cómete el sándwich entero". Para cuando ha cerrado la puerta, él vuelve a estar sentado con las manos en el teclado y una melodía (otra más) taladrándole la cabeza. Y los sueños, los malditos sueños que no le dejan en paz y están empezando a volverlo loco. 

Mira la partitura más cercana y se da cuenta de que en algún momento las notas se convirtieron en dibujos en los márgenes, y distingue una playa y algo que cae y parece brillar. Y una figura cazando estrellas que se adentra poco a poco en el mar. 

Y porque sabe que es él, tiene miedo. Mucho. 



—Tu poto, ¿por qué siempre llegas tarde?

Es de noche. La silueta de un gran castillo y muchas torres se desdibuja a la luz de la luna, a su espalda. Una mujer le mira con el ceño fruncido, los brazos cruzados y la espalda apoyada en un árbol, toda seguridad y, ahora, mal humor. 

—Lo siento, tenía cosas que hacer para el Ejército. 

—¿Y no podías hacerlas antes? ¿O esperar para mañana? Ahora vamos a tener que ir a recorrer el perímetro a oscuras, ¿sabes lo que eso significa, weón?

Traga saliva, temiendo de pronto por su integridad física. 

—¿Que estás de mal humor?

—¡Tu poto! —es el gruñido que obtiene por respuesta. 

—Déjalo, Mir, ¿no ves que es tonto el pobre?

Un movimiento entre las ramas del árbol en el que Mir está apoyada y de repente una figura aparece desde arriba, aterrizando con gracia y un arco en la mano. 

—Ya lo sé, Muse, pero es que a veces parece que lo hace aposta. 

Un ceño fruncido en su dirección y un "venga, cuanto antes empecemos antes terminaremos" de Muse que le salva, hasta que pasa por su lado y se lleva un coscorrón. 

—Eso por llegar tarde, tonto. 

Y sabe que llevan razón, así que simplemente se ríe e intenta alejarse de futuras agresiones un par de pasos, tampoco muchos, porque las guardias son bastante peligrosas, sobre todo a esas horas. 

—¿Alguien ha escuchado eso?

Muse ya tiene el arco tensado y listo cuando Mir termina de hablar. Ambas miran a la izquierda, hacia un movimiento leve entre los arbustos que apenas se distinguen a lo lejos. 

—Huele a cerbero  —gruñe Mir, sacando una hacha y arrugando la nariz por el mal olor. 

Él ya tiene lista la daga y una espada. Todo queda en silencio hasta que la flecha de Muse desgarrando la calma del bosque lo rompe. Luego se oye un aullido lastimero y espeluznante. Muse sonríe victoriosa. Un bicho peludo que babea alguna sustancia oscura y asquerosa sale de entre los arbustos, gruñendo enajenado. Mir no pierde tiempo. Se hace a un lado y espera. Muse se sube rápidamente a una rama e intenta volver a alcanzarle, pero aquella cosa es demasiado rápida. 

Solo quedan él y ese monstruo. Siente euforia y algo de miedo removiéndole las tripas. Sobre todo, fiereza. Aprieta el agarre de la espada y lanza la daga cuando está a tres metros. La esquiva con un frenazo brusco que le hace alzarse sobre las patas traseras, dejando todo el estómago al descubierto. 

—¡Ahora!

Y lo siguiente que sabe es que el hacha de Mir puede partir en dos de un golpe si se hace con suficiente pericia y fuerza. Se siente bien, a pesar de la sangre y el desagradable espectáculo. Se siente él mismo. 



A pesar de todo, no puede evitar buscar un título a la obra. A pesar del miedo, de la frustración, de los sueños y de la incertidumbre. Siente que el nombre es importante. Tanto, que no lo encuentra. Está sentado en la cama pensando en ello, en el chico que caza estrellas (qué es, de dónde sale, qué significa). Piensa en bichos que babean cosas negras y asquerosas, en chimeneas y capas moradas. Y entonces, decide salir a dar un paseo. 

Coge el abrigo, se pone los zapatos y sale de su habitación sin hacer ruido, porque no quiere aguantar las preguntas de su madre ni la mirada de su padre. El aire fresco, decide una vez está paseando por la calle, le sienta bien. 

Se dirige directo a la playa, que no queda tampoco muy lejos, y observa por el camino a la gente que viene y va, con compras, con compañía, con sus enfados y su cansancio y sus sonrisas. Acelera el paso. De alguna forma, se siente fuera de lugar. Jamás antes le había pasado. Y sabe qué tiene la culpa.

Cuando lleva ya un rato sentado en la playa, jugando a coger con aire ausente puñados de arena, se da cuenta de que anochece. ¿Ya? No es posible. Apenas lleva una hora, como mucho. El grupo de niños que se bañaba acaba de llegar y... y ya no están. Se levanta confuso. Se sacude un poco los pantalones y agradece sentir la arena en los pies. Es agradable. Recoge sus zapatos y entonces hay una pequeña explosión de luz. 

Levanta la cabeza con rapidez y un poco de susto. Abre mucho los ojos. 

—¿Qué narices...?

Caen del cielo. 

Aterrizan en el agua y cabalgan sobre ella un momento, alejándose o haciendo círculos, como un destello, una chispa, y la luz se apaga y se hunde en el mar. 

Se ha olvidado de respirar. 

Es hermoso. Hermoso y triste. El dibujo. Se estremece. Las estrellas que caen, la playa. Olvida los zapatos en la arena cuando se acerca unos pasos a la orilla. Siguen cayendo. Chispeantes, cabalgando, llegan con un destello y luego mueren, se hunden, y ya no hay nada. Da otro paso. El dibujo. La melodía resuena en su cabeza, la aguijonea. Hace daño. Dos pasos más. La playa, la figura. 

Cazando estrellas.

Da un grito de sorpresa cuando siente el agua fría en sus pies. Mira a su alrededor. Ha avanzado muchos metros sin darse cuenta. Traga saliva. Debería irse. Una estrella cae cerca de la orilla, justo enfrente. Cabalga entre chispas y luz. Corre hacia... hacia él. Un último salto. Las chispas se esparcen, la luz titila. Se apaga, se muere. Dos, tres, cuatro pasos. Se ha empapado hasta las pantorillas. No le importa. Alarga las manos. Cógelo. Y lo consigue. Justo a tiempo. La salva

Mira el extraño fenómeno que tiene entre sus manos. La luz titila débil un par de veces más, pero vuelven poco a poco las chispas y los destellos. Huele a mar y a bosque. Al bosque de sus sueños. Le tiemblan las manos, las piernas empapadas, los labios. Duda un momento. ¿Y si la deja caer? Pero no, no lo hace. Porque es fría (y eso de por sí es increíble), pero emana una sensación agradable que le hace cosquillas. 

—Ya era hora. 

Da un respingo y la estrella está a punto de escurrírsele, pero consigue hacer equilibrios y volver a asegurarla entre sus manos antes de mirar a quien le ha hablado. O, más bien, a lo que le ha hablado. 

—¿Eres un búho?

El búho ulula con aire fastidiado. 

—¿Y tú qué crees? No deberías malgastar saliva diciendo obviedades, niño. 

—B-bueno, no estoy acostumbrado a ver búhos que hablan. 

Unos ojos penetrantes atravesándole antes de emitir sentencia:

—Eso es porque no miras bien. 

Hay un silencio que se alarga. La estrella sigue cosquilleándole en la mano.

—...Ah. 

El búho sigue mirándole, y entonces se da cuenta de que, en realidad, le está dando la espalda. Es bastante extraño. Está apoyado en uno de los extremos de una barca que antes no estaba ahí y parece que espera algo. 

—Bueno, ya has cazado la estrella, ¿piensas quedártela para siempre?

—¿Qué?

Abre la boca, confuso, y mira la estrella que sostiene entre las manos. De repente le quema. 

—¡Ay! —grita, soltándola y dejándola caer. 

—¿Ves? Si es que hay que ser tonto para quedarse con una estrella en las manos. Queman, lo sabe todo el mundo. 

—¿Qué? —vuelve a preguntar, porque no, él no lo sabe, y no tiene ni idea de qué está pasando. 

El búho ulula de nuevo, con ese aire de cansancio y desdén. 

—Vaya un lento me vino a tocar —susurra lo suficientemente alto para que pueda escucharlo. No sabe si lo hace aposta o realmente le da igual que lo oiga. De pronto la barca empieza a deslizarse sobre el agua, sola—. Vaya, nos vamos por fin. Niño, yo que tú montaría ya. 

—¿Qué? ¿Yo? ¿Por qué?  —da un paso adelante, dispuesto a montarse, pero en el último momento se arrepiente y tropieza. La barca sigue alejándose, y con ella el búho. 

—Que te montes. Tú. Y porque esto —el búho ulula como en una risa— es lo que llevas meses esperando. 

—¿Lo que llevo esperando? ¿Yo?

Mira al búho y luego se da media vuelta y ve la playa, la ciudad que tan bien conoce algo más lejos, los zapatos que había dejado olvidados en la arena. La obra en su habitación, a medio hacer y sin título. Los sueños, las melodías rompiéndole la cabeza, impidiéndole pensar. 

—¡Date prisa!

Al final la decisión es insulsamente fácil y corre hacia la barca, que ya está a unos buenos diez metros. Tiene que llegar nadando hasta ella, agarrarse con todas sus fuerzas y esforzarse en subir como buenamente puede. El búho lo observa todo sin decir nada. Cuando por fin está dentro, jadeante y empapado, se da cuenta. 

—¿A dónde vamos?

—¿Y lo preguntas ahora? 

Cuando se da la vuelta para ver la orilla y averiguar si aún hay tiempo para arrepentirse y volver nadando no ve nada. A sus espaldas, como al frente, solo hay mar. 



Hace un calor abrasador que le quema en la nuca y no le deja pensar. Aunque quizás es la situación lo que se lo impide. Huele a sangre y a muerte. Y con el calor, todo empeora. La tierra está seca y hay un polvillo picando en los ojos continuamente. Aun así, la batalla no para. 

Consigue destripar una de las bestias con las que está peleando y se permite un momento de alivio cuando una flecha atraviesa la garganta con la otra. Necesitan acabar con ellos ya. El cansancio empieza a hacer mella y las heridas, las caídas y los jadeos son más frecuentes. Es peligroso. Pero no, aun no puede rendirse. Hay que continuar. Así que atraviesa por la espalda a uno y se da media vuelta inmediatamente para enfrentarse a otro. No es un método de mucho honor, lo de acabar con el enemigo por la espalda, pero qué carajos. No es momento para andarse con remilgos. 

—¡Kao, tienes que retirarte ya!

Reconoce la voz y acaba con su contrincante para poder ver qué está pasando. Kao está herida de un brazo, y por toda la sangre que sale, tiene mala pinta. Lah lucha a su lado sirviéndola de apoyo, pero son demasiados. 

—¡Carajo, Lah, que estoy bien! 

Y como para confirmarlo, consigue acabar con dos de ellos de un certero tajo. 

—Tienen que curarte y- ¡joder! 

Uno troll gigante se les ha echado encima y no van a conseguir frenar la estocada de la enormísima hacha que tiene en la mano. Mucho menos, esquivarla. Él corre hacia el bicho con la espada preparada, esquivando gente y espadas y sangre y todo lo que se pone en medio de su camino. Pero no va a llegar a tiempo, y lo sabe. 

Por suerte, no hace falta. 

Un látigo se engancha al hacha con un chasquido y frena el ataque. Otro rodea el cuello del troll y tira de él hasta que cae de espaldas. Insomnia y Regina sonríen con la fiereza y la euforia de guerreras rodeadas de sangre y fuego.

—Ate va a encender una preciosa hoguera con fuegos artificiales dentro de poco, chicos. Hora de retirarse —comunica Ins, mientras Regina ayuda a Kao a mantenerse de pie y él se acerca al grupo. 

—Menos mal, ya tardaban mucho —contesta Lah, mirando de reojo el brazo de Kao. 

Él también lo mira preocupado. Pero la cara de fastidio de Kao, como si a ella no le aliviara que la saquen de aquel infierno (más bien parece justo lo contrario) acaba por tranquilizarle. Ellos son fuertes. Y no es la primera ni la última batalla en la que pelean, ni la primera ni última herida que sufren. Se pondrá bien. Forma parte de su estilo de vida, de lo que son y de lo que hacen. Y no importa, porque siempre consiguen ponerse bien para volver al campo de batalla. 

Siempre.



Está mareado y tiene algo de frío cuando despierta. Además, el sitio en el que está tumbado es incómodo y muy duro. Lo normal, teniendo en cuenta que está durmiendo en una pequeña barca de madera que se mueve sola y en la que viajan él y un búho parlante y bastante sarcástico. 

Pero no es eso lo que le altera y hace que se siente de un solo movimiento brusco. Ay, mi espalda. Son las luces. Muchas de ellas a su alrededor, como si fuera una discoteca o algo así. Solo que no es una discoteca: son faros. Montones de ellos, cercanos, lejanos, en medio del mar (sin piedras de las que avisar), emergiendo del agua, ¿flotando? Parpadea un par de veces con la boca abierta. 

—Ah, ya has despertado. ¿Qué tal la siestecita?

Mira al búho que, esta vez sí, le da la espalda con el cuerpo y la cabeza a la vez. Vuelve a mirar los faros que están por todas partes y respira hondo, intentando relajarse. El sonido que hace la barca al deslizarse sobre el agua ayuda. 

—¿Qué son?

Acaban de pasar por el lado de uno de los faros y ha podido comprobar que, efectivamente, flotan encima del agua. Solos. No lo entiende. 

El búho gira la cabeza para mirarlo fijamente, con las plumas de la cabeza algo erizadas de frustración. 

—Son faros, obviamente

Mira de nuevo a su alrededor antes de contestar. 

—Oh. 

El búho parece suspirar y se vuelve al frente (menos mal, porque la sensación sigue siendo extraña cuando hace eso). Ulula antes de continuar hablando. 

—Este es el mar que lleva a todas las orillas. El mar de los faros. La única vía para viajar de un lado a otro. Y, por suerte, ya estamos llegando a nuestra orilla. 

—Pero-

—Solo mira arriba, ¿vale?— le corta, bruscamente—. No lo entenderás, pero al menos sabrás un poco. O lo verás. 

Así que lo hace. 

Lo que ve le hace sentir vértigo y tiene que agarrarse a la barca porque de repente teme caerse hacia arriba, o algo así. Porque ahí arriba (o abajo, no lo tiene claro) está la Tierra y la Luna. ¿Aquella bola roja es Marte? Pequeñas y lejanas, rodeadas por un manto de agua y faros que están bocabajo (¿o lo estamos nosotros?), que flotan en el agua, el agua que está arriba, pero también abajo. 

—¿Qué carajo...? —No puede terminar la pregunta porque, en realidad, no sabe qué preguntar. 

—Todo cambia según la perspectiva, ¿eh? —ulula el búho, mirándole con diversión. 

Así que mira abajo, a su abajo, al agua. Se asoma desde la barca y ve solo agua. Agua y luces a lo lejos, luces que dan vueltas. Faros. Al otro lado ¿del mar? 

—¿E-estoy loco?, ¿es eso? Cómo es posible... No puede ser... —Inspira hondo, intentando tranquilizarse. Está temblando de nuevo, y no puede controlarlo. Se siente nervioso y ansioso. De repente desea poder estar en su habitación, tirado en la cama. Pero otra parte de él, una pequeñita y que acaba imponiéndose al final no puede evitar sentirse fascinado—. Es... es hermoso —murmura, mirando los faros (o más bien las estrellas, comprende con una sonrisa) y siente el impulso de meter la mano en el agua (si es que realmente es agua), pero cuando está a punto de hacerlo, el búho lo detiene:

—Yo que tú no haría eso. 

Lo mira, pero nuevamente le está ignorando. Igualmente, mete la mano en la barca, por si acaso. Y de pronto recuerda el agradable olor de aquella estrella que cazó, a mar y a bosque (ese bosque). O quizás no lo recuerda, sino que ahora huele igual. 

—Mira, muchacho, por fin estamos llegando. 

Se pone de pie en la barca, inclinándose para poder ver sin que el búho le entorpezca. A lo lejos hay una orilla que va acercándose a toda velocidad. El corazón le late en la garganta, bombeando con fuerza. Se siente nervioso. Quiere llegar y a la vez no, porque le da miedo. ¿Ese es el sitio con el que ha estado soñando todo ese tiempo?, ¿allí están las sonrisas y las capas y las espadas?, ¿allí están los monstruos asquerosos y gigantes? ¿Es allí, realmente? 

Retrocede en la barca, sentándose y mirando al búho, que parece muy cómodo haciendo como que no está. Quiere irse, salir corriendo, pero a la vez desea saber qué es ese sitio. Es peligroso, lo sabe, lo ha visto (lo ha visto en sueños, en sueños en los que él mismo destripaba y mataba y ¿en serio aquél era él realmente?; pero tiene que hacerlo. Ha llegado demasiado lejos como para dar media vuelta. No queda otra opción ya. 

Así que cuando tocan tierra y el búho le indica que debe salir, lo hace sin pensárselo. Se adentra un poco en la playa y mira el bosque que hay más allá. Entonces se gira con un "¿y ahora qué?" que muere en sus labios. 

El búho y la barca ya no están. El único recuerdo de su presencia es un "suerte" ululado que, la verdad, no le sirve de mucho. 



Lleva un rato vagando por el bosque cuando se topa con ellos. Para cuando quiere escapar es demasiado tarde: ya le han atado y le están obligando a andar hacia quiénsabedónde para quiénsabequé. Las cosas que le han capturado son espeluznantes. Grandes, con la piel rugosa y oscura y una cabeza demasiado pequeña para su enorme cuerpo. Todos llevan hachas o garrotes, y él recuerda su sueño (uno de ellos). Aquellas cosas son trolls, bruscos y estúpidos, pero también muy agresivos y peligrosos.

Siente que suda demasiado y que le fallan las piernas de puro pánico. No sabe qué hacer, ni dónde ir ni cómo escapar. Hablan entre gruñidos y frases mal dichas. "Por aquí", "jefes querer chico". Se ríen con carcajadas que parecen ladridos y lo empujan sin compasión. Cuando amanece y le atan a un tronco de un árbol tiene las rodillas llenas de heridas y le está saliendo un moratón en el ojo, gracias a un pequeño "aliciente" que le dieron para continuar caminando. 

A esas alturas, incluso agradece el trozo medio podrido de pan que le dan. 

—Vaya, pues sí que te has dado prisa en meterte en problemas. 

El cuello le cruje por la velocidad en que lo gira. En una rama del árbol está el búho, que lo mira con algo que podría ser incluso diversión (aunque prefiere pensar que no, no se está divirtiendo con su situación). 

—¿Dónde te habías metido? —pregunta, con el rencor burbujeando en la garganta. 

—Por ahí. 

Está a punto de replicar cuando uno de los trolls gruñe. Están todos sentados un poco más lejos, en el claro, jugando a algo que no quiere saber qué es. 

—Vaya, trolls de los bárbaros, bonitos esperpentos —ulula el búho, mofándose. 

Él contesta en voz baja. 

—¿Puedes ayudarme a salir de aquí?

El búho lo mira fijamente, como buscando algo en su interior. Y él se remueve incómodo bajo el escrutinio. 

—Puedo decirte cómo salvarte. 

Él lo mira ansioso, intentando ignorar el dolor de las ataduras en las muñecas, el hambre y el cansancio y el miedo. Podría salvarse. Es una gran esperanza. 

—Podrías unirte a ellos. 

—¡¿Qué?!

Un nuevo gruñido (de esos que asustan y dicen "te mataré si vuelves a hacer un solo ruido") le hace dar un respingo. El búho se cambia de rama, llamando de nuevo su atención. 

—Te aceptarían. Solo tienes que comportarte igual que ellos, y ya está. Al final, te daría igual. 

Observa de reojo a los trolls, su manera de hablar y la violencia, la sensación desagradable que le invade cuando los mira o están cerca y niega con la cabeza. Empieza a desesperarse. 

—Tiene que haber otra forma. 

—Las cosas funcionan de cierta manera aquí, mocoso. O eres uno de ellos, o huyes de ellos e intentas que no consigan hacerte parte de su —titubea antes de encontrar el eufemismo perfecto—: círculo social. Pero, dada tu precaria situación, creo que solo te queda la primera opción. 

No contesta. Tiene muchas cosas que pensar. Es cierto que no quiere morir, pero algo muy fuerte se rebela en su interior ante la idea de ser parecido a esos monstruos. Algo demasiado intenso como para ignorarlo, que le agujerea las tripas y le hace fruncir los labios. Aun así, es incapaz de resignarse a morir. 

Simplemente, no sabe qué carajos hacer. 

Al rato acaba cayendo en una duermevela agitada, incapaz de descansar o de mantenerse despierto. Todas las veces que entreabre los ojos busca al búho entre las ramas del árbol. Este permanece allí apoyado, como un vigía que espera a que algo suceda. No quiere saber qué es ese algo. 



—¡FAREROS!

El grito acaba por ponerle alerta de un solo susto. El corazón trepa por su garganta a punto de salirse. A su alrededor, el grupo de trolls se ha puesto de pie y se gruñen los unos a los otros, mirando a su alrededor. Parecen preocupados, incluso temerosos. 

Una chispa de algo que no entiende muy bien qué es se enciende en él, y de repente tiene la esperanza de que, quizás, podría sobrevivir. 

—Vaya, vaya, empieza la fiesta —murmura el búho, que no se mueve de la rama y mira fijamente el claro. 

De repente una flecha atraviesa la garganta de un trol, que cae fulminado hacia atrás. Sus compañeros gruñen alzando sus armas, pero una nueva flecha da en la pierna de otro, que se cae con un alarido de dolor. El claro se convierte en un campo de batalla. 

Una chica de larga melena y movimientos certeros y elegantes consigue deshacerse a golpe de arco de otros dos trolls. La ha visto medio escondida entre las ramas de unos arboles a su derecha. Otras dos surgen desde los arbustos armadas con sendas espadas que manejan con soltura. La primera, la que parece ser más experimentada, da estocadas más fuertes y agresivas, con una sonrisa en la cara. La segunda tiene algunos problemas al principio, pero cuando degolla al segundo troll parece tomar confianza. 

En poco tiempo, la batalla ha terminado, y no queda ni un solo monstruo de esos en pie. 

No puede evitar sentirse maravillado. 

Ojalá, se dice a sí mismo, aun atado al árbol y sin que se le ocurra la idea de dar un grito para pedir ayuda; ojalá yo pudiera hacer eso. Ojalá pudiera matar trolls y empuñar una espada.

Escucha el ulular del búho, un "por fin" que se pierde entre el viento que de repente agita las ramas. Cuando mira hacia arriba no es un búho lo que ve, sino una serpiente. Esta se desliza hasta que sus ojos quedan mirando los suyos. Traga saliva. 

—¿Eso es lo que quieres?, ¿quieres luchar? —y de alguna forma es capaz de intuir una sonrisa, un orgullo que le hace hincharse y sentirse mucho más confiado. Asiente con la cabeza y la víbora sonríe—. Buena elección —habla (sisea) con calma, lentamente, remarcando cada sílaba—, Hunter.

—¡Eh! ¡Allí hay alguien!

La serpiente se desliza entre las ramas y desaparece de su vista con velocidad. Para cuando las tres mujeres llegan a su lado, es como si nunca hubiera estado allí. 

Una de ellas la desata. Otra se acerca y retira a su compañera con amabilidad. Le da un vistazo con ojo crítico y sonríe al final. 

—No pareces herido. 

Niega con la cabeza lentamente. Se siente confuso. 

—Dinos, ¿cómo te llamas?, ¿te encuentras bien?

Las mira fijamente antes de contestar. Unos ojos se aparecen en su mente y "Hunter". Hace una mueca. 

—Hunter, creo...

Las tres se miran entre sí un momento antes de que una de ellas le dé una cantimplora. 

—Toma, Hun, ¿puedo llamarte así? —asiente rápidamente y acepta la cantimplora, dejando escapar un gemido de satisfacción cuando el agua le recorre la garganta—. ¿Recuerdas cómo has llegado aquí, Hunter? 

—No, no recuerdo... —La cabeza le duele mucho, y no tiene ganas de pensar—, solo sé que esos-esos seres me habían capturado y me llevaban a algún lugar pero...— Un nuevo pinchazo en la cabeza le hace parar. 

—Es un nuevo —sentencia la tercera, la única que no ha intervenido. 

—¿Estás segura, Nai? —pregunta la primera, la que le ha desatado. 

—Completamente, Cali. Vosotras llegasteis hace más tiempo y no recordáis la sensación, pero yo sí. A mí también me dolía la cabeza.

—Y no se ha unido a los trolls, por lo que parece... —comenta la que le ha revisado al principio. 

—¿Crees que sea una nueva víbora, Hadita? —pregunta Nai, con una pequeña sonrisa ya dibujándose en su rostro. 

Las dos corresponden el gesto. 

—Es posible. 

Cali se gira hacia él con decisión. Hunter las observa confuso, sin tener ni idea de qué están hablando. Pero, de algún modo, se siente cómodo con aquellas desconocidas. Es bastante extraño. 

—Oye, Hunter, ¿recuerdas unos ojos? Unos ojos rasgados. 

Hunter abre mucho los ojos. 

—Sí. Sí, unos ojos rasgados y una voz siseante. Me dijo —frunce el ceño, intentando recordar; le frustra no poder recordar nada, siente que hay un gran vacío, algo que se ha ido que le hubiera gustado conservar—, me dijo "buena elección, Hunter", o algo así. 

Las tres desconocidas vuelven a intercambiar miradas cómplices, esta vez con una amplia sonrisa en el rostro. 

—Bienvenido a Viezda, amigo —susurra Nai, guardándose una carcajada ante la confusión de Hunter. 

¿Viezda...?

—Es nuestro hogar —explica Cali—. Allí estarás seguro, y podemos llevarte. ¿Quieres acompañarnos?

De alguna forma, Hunter siente alivio y nervios y una sensación cálida que se expande por su pecho. 

—¿Yo también podré luchar? —pregunta cuando ya se ha puesto de pie y camina con la ayuda de Hadita y Cali. 

Ambas se sonríen, y Nai vuelve a soltar una carcajada. 

—Por supuesto, Hun. Todos los fareros luchamos para proteger este bosque, ¿sabes?

Y aunque no, no lo sabe y siente frustración porque no recuerda nada, y está en un sitio desconocido, con gente desconocida, hacia un lugar desconocido, Hunter siente que él también podrá hacerlo. Él también podrá luchar. 

Y descubre en su interior, quién sabe cómo, que un viaje (su gran viaje) está a punto de empezar.
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*Hunter: cazador en holandés. 
*Viezda lo que sacado de otra palabra que significa Estrella. 

No le busquéis sentido, está basado en un sueño. Pero digamos que ese bosque es otro mundo, el lugar donde nacen las estrellas. Y los fareros son personitas muy especiales capaz de sostener estrellas en sus manos, capaces de resguardarlas de toda la oscuridad (que toma forma de bárbaros y trolls y monstruos) que pretende alimentarse de ellas. Algo así como guardianes. Y esta es la historia de como uno puede llegar a ser farero. Creo. 

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